A comienzos del siglo XX, Perú empezaba a encontrarse con nuevas identidades prehispánicas gracias a descubrimientos arqueológicos importantes y a corrientes como el indigenismo, que ayudaron a cambiar la percepción que la comunidad intelectual había tenido hasta entonces sobre el mundo prehispánico.
En ese contexto, Elena Izcue (Lima, 1889-1970) fue una de las primeras artistas en incorporar objetos prehispánicos como fuente de inspiración para su trabajo visual, una búsqueda que posteriormente llevó con gran éxito a las artes decorativas. Sus años en París y Nueva York consolidaron su diseño textil y la vincularon también al mundo de la moda. Su trabajo alcanzó gran interés en la escena internacional, y consiguió para Elena de Izcue reconocimientos, como recibir la comisión de decorar el pabellón peruano en la Exposición Internacional de Arte y Técnica de París de 1937.
A partir de la década del cincuenta, ya de regreso en el Perú, la difusión y el impacto de su trabajo —si bien nunca su calidad— fueron disminuyendo para la crítica y la escena cultural. Es recién en los últimos años que se está entendiendo la importancia de su obra en la recuperación de la estética precolombina, así como la vigencia de la mirada de Elena Izcue.
Una artista pionera
“Fue pionera en muchos sentidos: no solo en su arte, también en su vida personal”, aseguró Ricardo Kusunoki, curador histórico del Museo de Arte de Lima. “Elena Izcue fue una mujer que ‘se hizo sola’ en una sociedad patriarcal muy compleja”.
Elena y su hermana Victoria fueron hijas extramatrimoniales del ministro peruano José Rafael de Izcue, quien murió meses antes de su nacimiento, según reveló el documental “La armonía silenciosa” (1998), de la directora Nora de Izcue. Tuvo una infancia pobre, a lo que se sumó el estigma moral de su nacimiento, aunque tanto ella como su hermana recibieron la ayuda de amigos pudientes de su padre fallecido.